Ella, tan perfectamente imperfecta.
Ella, que se lo merecía todo como la princesa que era, que se merecía un
palacio con vistas al mar, en primera línea de playa. Que se merecía las
mejores noches y los mejores amaneceres, se merecía los mejores “Buenos días
princesa” que nunca nadie hubiese dado, desayunos en la cama con diamantes y
las palabras de amor más bonitas que ni si quiera Neruda fue capaz de escribir
jamás. Pero se acabó acostumbrando a él, a esas miradas que la hacían perder la
cabeza y a la resaca que le provocaban esos besos que la emborrachaban de amor.
Y ahí estaba ella, dándolo todo por un tío que ni si quiera la había regalado
una noche de estrellas cuando ella lo que se merecía era la luna, enganchada a
sus lunares y cada uno de los milímetros de su piel.
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